El pasado día 17 fue publicado un comunicado de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODD) señalando que en los últimos 5 años –enero 2007 a mayo 2012– se lavaron activos en nuestro país por US$ 5,347 millones con dinero de procedencia delictiva, como tráfico ilícito de drogas, minería ilegal, corrupción y otros.
Este impresionante monto equivale al 9.3% de todas nuestras reservas internacionales netas (US$ 57,722 millones). Sin embargo, esta cifra de la UNODD se queda corta con la divulgada el 22 de mayo pasado por el fiscal de la Nación, José Peláez, quien estimó que en el país se mueven US$ 6,000 millones anuales por lavado de activos (US$ 4,000 millones de la minería ilegal y US$ 2,000 millones del narcotráfico).
El lavado de activos es un grave delito que encubre (convierte, custodia, oculta o transfiere) dinero, bienes, efectos o ganancias generados por actividades ilícitas o ilegales para evitar la identificación de su origen ilícito, y hacerlos aparentar como legítimos, legales y fuera de sospecha para hacerlos circular en el sistema económico financiero.
Este delito, que por su poder corruptor genera peligrosos efectos perturbadores en la gobernabilidad de nuestro país, así como profundas distorsiones en la economía nacional, en los últimos años se ha incrementado de forma exponencial, debido al creciente aumento de dinero ilícito operado por el narcotráfico –más de US$ 2,000 millones anuales–, la mayor parte lavada en el sistema financiero y otra para financiar el terrorismo.
Bajo este panorama, existe una vasta normatividad para enfrentar dicho delito; desde la ley 27693 de marzo de 2002 que crea la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) han sido promulgadas otras 4 leyes modificatorias y decenas de decretos supremos y legislativos y resoluciones, sin embargo, los resultados han sido deplorables, ya que es exiguo el porcentaje de capturas (10%) de lo detectado por la UIF, y son mínimas las condenas ejecutadas (13 desde el 2005).
Dos últimos decretos legislativos (DL 1104 y 1106) fueron expedidos en abril pasado principalmente incrementando las penas (8 a 20 años), pero es imprescindible implementar programas de toma de conciencia de la población y reforzar los contenidos educativos en adolescentes y jóvenes sobre sus consecuencias, así como mejorar los trabajos relacionados con la prevención, análisis, capacitación, entrenamiento y coordinación de las diferentes instituciones y dependencias del Estado involucradas en este delito.
Artículo de Alfredo Palacios Dongo, publicado en el Diario EXPRESO, fecha 21 de julio de 2012